Llegaron del trabajo muy rápido, dejando incluso un par de compromisos de lado para sumarse a la fuerza roja. Nada importaba, ni la mala paga, ni que el gobierno se cayera a pedazos, ni que los estudiantes marcharan por las calles y que el presidente ocupara la mugre bajo la alfombra con estos partidos de fútbol. Ahora todo dependía de los 11 que saltarían a la cancha miles de kilómetros más afuera del país, donde muchos quisieran estar, no sólo por el partido, sino por la educación, las pensiones, la salud, la locomoción...
Sea como sea hicieron el carbón apurados y compraron cervezas importadas (hasta el monopolio del alcohol hacia las cosas mal en este país). Apuraron con soplidos y cartones el proceso de encender la parrilla, el humo cubría el cielo, un par de longanizas cocinandose, un par de panes para embolsar las longas, un par de chelas para engrasar el momento y la discusión propia del segundo.
Cuando cayeron los cuatro de Uruguay, y el esfuerzo de gastar la plata de micros, deudas y regalos en ese segundo de amargura se hizo insoportable, ambos guardaron silencio. Se miraron con las dudas propias del fracaso, y concluyeron que hay que darle tiempo al proceso, que seguramente todo cambiaría en el otro partido... Así contuvieron su fé.
Ese día se durmieron amargados, pero esperanzados aún. Y yo pensé que es una lástima que la gente que puede cambiar esta situación nunca leerá este cuento.
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